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Por una Constitución de la Tierra

Ilustración IMJUS

Introducción por Gabriel Dombek

Leer La Constitución de la Tierra, libro de uno de los juristas y constitucionalistas más destacados de nuestros tiempos, reafirmó la idea de traer a su autor, Luigi Ferrajoli, a México para presentarlo. Una empresa que no se antojaba sencilla terminó, gracias a la convicción y pasión del Maestro por difundir las ideas, concretándose antes de lo previsto.

Todas y cada una de las propuestas que le hicimos fueron abrazadas por uno de los padres del garantismo, entre otras, la de utilizar el foro del Museo Memoria y Tolerancia, invitando al panel a juristas, académicos y representantes de la sociedad civil. Prensa, academia, jueces, magistrados, abogados, estudiantes y maestros levantaban la mano para exigir la presencia de Ferrajoli en sus instituciones. Hubiera sido humanamente imposible responder a todas, por lo que un foro como el del Museo y la posibilidad de transmitir el evento de manera virtual permitieron desahogarlas.

Ahora, el desafío era organizar un evento que, además de presentar un libro que ya había generado inmensas expectativas a nivel global y nacional, permitiera al público exponer dudas y cuestionamientos sobre cómo implementar la tesis que sostiene, en un México con el contexto judicial, ambiental y criminal que atravesamos.

Plantear como utópica la propuesta del Maestro no sólo se antojaba negacionista, sino que oponerse por principio a su propuesta de una constitución global que atendiera los principales y urgentes problemas que atraviesa la humanidad, era cobarde.

Ante la crisis ecológica y el cambio climático, la terrible desigualdad global, la pérdida de soberanía de los Estados frente a los poderes privados y el déficit de democracia en el ámbito global, urge un marco jurídico que dé respuesta a la crisis de nuestro planeta. Fue para el IMJUS un privilegio escucharlo y compartir su entusiasmo, convicciones y razonamiento. Nos sumamos a su afirmación: “La verdadera utopía es creer que podemos seguir viviendo con los mismos niveles de consumo, con el apartheid mundial que margina a la mayor parte de la población y con la fuerza de las armas como garantía de estabilidad”.

Toca ahora, para quienes no nos pudieron acompañar, transcribir los momentos más representativos que Ferrajoli nos ofreció.

Luigi Ferrajoli

Me gustaría hablar de un tema que podría parecer utópico, pero creo que es la única respuesta racional y realista, que por supuesto, no necesariamente debe adoptar la forma de una Constitución, sino la de un tratado. Un tratado enfocado no sólo en las catástrofes, sino también en los desafíos globales que definirán el futuro de la humanidad.

Creo que debemos ser conscientes de que la humanidad está atravesando el momento más dramático de su historia. Sin embargo, quienes vivimos en la parte más privilegiada del mundo no somos plenamente conscientes de ello, porque catástrofes como el calentamiento global se perciben sólo de manera superficial, como si bastara con ajustar el termostato.

Ante todo, el calentamiento global sigue avanzando: cada año se emiten más gases de efecto invernadero que el anterior. De este modo, es inevitable que, en poco tiempo, en 30 o 40 años, una gran parte de la Tierra se vuelva inhabitable.

Y luego está la pesadilla nuclear. Si se produce una guerra causada por una agresión criminal de Rusia contra Ucrania, existe el peligro de una degeneración en una catástrofe nuclear. El mundo tiene cientos de ojivas nucleares, y bastan 50 para destruirlo por completo.

La humanidad está expuesta. El crimen organizado está en expansión. Los límites impuestos por los acuerdos internacionales quedan por debajo del nivel que exige la criminalidad, la cual ha alcanzado dimensiones desastrosas. Existe el peligro real de una extinción de la humanidad.

El crecimiento de la desigualdad es evidente. El 1% más rico del mundo concentra casi la mitad de la riqueza global, mientras que el 50% más pobre apenas posee el 2%. Mientras tanto, cientos de millones de personas viven en pobreza extrema. La situación es insostenible y, en algún momento de la historia, esto traerá consecuencias. Todo el mundo está interconectado, y las crisis económicas y sociales producen millones de muertos.

La riqueza extrema y la desigualdad no sólo causan migraciones masivas, sino también el auge del crimen, el terrorismo, el fanatismo y el odio. Se declaman derechos humanos de manera retórica, pero sin garantías reales.

Creo que este problema demuestra la impotencia de las Constituciones Nacionales. No garantizan lo que prometen. Son ineficaces y muchas veces violadas. El principio de la paz es ignorado en gran parte del mundo.

Las Constituciones creadas después de la Segunda Guerra Mundial (1945-1949) nacieron para liberar a la humanidad del nazifascismo, pero la geopolítica ha cambiado. Los poderes se han desplazado fuera de los Estados nacionales debido a la globalización.

El poder económico se ha convertido en el verdadero dominador, impulsado por la tecnología, pero sin una esfera pública global que regule sus acciones. Las Constituciones nacionales son impotentes ante estos desafíos.

Ningún Estado puede afrontar el problema del desarme global en solitario. Tampoco pueden resolver la desigualdad, el hambre, las enfermedades curables o el crimen organizado, que se ha conectado con el poder público y privado, contaminando la esfera política.

Las democracias están afectadas por el localismo y el cortoplacismo electoral, lo que impide tomar medidas a largo plazo. La ONU promete la paz, pero debe garantizarla. Kant decía que la guerra es un fenómeno natural, pero la paz debe ser construida mediante un contrato. Sin embargo, no basta con un contrato; se necesitan garantías reales, comenzando por el desarme global.

Cada año se registran aproximadamente 464,000 homicidios en el mundo, y cerca del 40% de ellos son cometidos con armas de fuego. En Italia, a pesar de su alta producción de armas, los homicidios son relativamente pocos, con 322 casos en 2022. En contraste, Brasil reportó 47,052 homicidios en 2023, mientras que México ocupó el cuarto lugar mundial en el número total de homicidios ese mismo año. Estos datos reflejan un grave problema de violencia en algunos países, en comparación con otros donde, a pesar de la disponibilidad de armas, las tasas de homicidio se mantienen bajas.

El Estado de naturaleza que describía Hobbes, donde el hombre es un lobo para el hombre, ahora se ha convertido en un escenario aún más peligroso: los Estados soberanos están dotados de armas nucleares y mercados globales descontrolados.

El desarrollo económico, sin regulación, está devastando el planeta como una metástasis. Estamos en un estado de naturaleza destructivo que nos lleva a catástrofes.

Los principales eventos catastróficos son: el calentamiento global, la producción de armas y la guerra. A esto se suma el crecimiento de la desigualdad y el incumplimiento de los derechos sociales proclamados en numerosas Cartas Internacionales. Estos problemas no son fenómenos naturales, sino violaciones de los derechos humanos y de los bienes comunes. Es necesario nombrarlos por lo que realmente son: crímenes contra la humanidad.

Los crímenes del sistema son también producto de los poderes salvajes del mercado. Lo que un servidor nuclear del sistema operativo ha sido, es ahora un soberano súbdito venenoso. Creo que la criminología señala esto de manera clara, sin formalismos jurídicos, y que el debate público debe emanciparse de una subordinación al derecho.

Existe la idea de que todo lo que no está prohibido ni castigado penalmente está permitido de manera explícita. Esta es la banalización actual del mal, que produce indiferencia, resignación e ignorancia. Ante esto, es necesaria la creación de instituciones similares a las comisiones de la verdad, no tanto para imponer castigos, sino para asumir la responsabilidad política de lo ocurrido. Debe existir una comisión que examine el estatus del poder público y del gran poder económico, y que, sobre todo, establezca las garantías y los remedios posibles frente a estas situaciones.

La segunda cuestión es cómo responder a los peligros que amenazan el futuro de la humanidad. A lo largo de la historia, el paso del Estado legislativo al Estado constitucional ha cambiado la fuente de legitimación de la política. Ya no se trata sólo de crear leyes, sino de limitar el poder a través de principios constitucionales. Este cambio debe enfrentarse a la mutación de la geografía del poder y a las agresiones actuales.

Es necesario un constitucionalismo que limite los poderes salvajes de la política y de la economía, un constitucionalismo verde que reconozca los derechos internacionales y los derechos privados, así como un constitucionalismo que garantice la paz. No podemos aceptar que la paz no tenga garantías. La garantía de la paz es la soberanía misma. Es necesario limitar el poder a través de principios constitucionales abordando el desafío de enfrentarse a los cambios geopolíticos.

Aquí encontramos enseñanzas desde Hans Kelsen hasta Immanuel Kant, con su idea de paz perpetua y la prohibición radical de las armas. Las armas solo generan muerte, guerras y criminalidad. Por ello, debemos superar no solo el militarismo, sino también la existencia de ejércitos nacionales. Kant ya advertía que los ejércitos permanentes solo sirven para la opresión interna, como se vio en el franquismo en España, en América Latina y en Grecia. No necesitamos ejércitos, sino un monopolio legítimo de la fuerza, pero este no requiere armamento nuclear, ni tanques, ni aviones de combate.

En un mundo donde aún existen armas, su monopolio debería estar en manos de una institución internacional y no de los Estados. Pero más allá de la cuestión militar, la garantía de los derechos humanos no puede seguir siendo solo una declaración de principios. No podemos seguir proclamando derechos sin garantizar su cumplimiento. Los derechos sociales, como el acceso a la salud y a la educación, deben materializarse. No basta con afirmar que existen; deben estar respaldados por estructuras que los hagan efectivos.

El derecho a la salud, por ejemplo, implica la obligación del Estado de proporcionar un servicio sanitario universal. Actualmente, organismos como la FAO no tienen los medios para garantizar la alimentación básica, ni la UNESCO tiene la capacidad para garantizar la educación para todos. Para que los derechos sean efectivos, deben existir estructuras y obligaciones jurídicas que aseguren su cumplimiento.

En este contexto, la Constitución debe ser una fuente de conciencia sobre la ilegitimidad del Derecho Internacional cuando este entra en contradicción con los derechos fundamentales. Existe un conjunto de antinomias en el Derecho Internacional, donde tanto regímenes liberales como autoritarios han violado derechos fundamentales, ya sea por acción o por omisión.

El proyecto de una “Constitución de la Tierra” debe introducir normas constitucionales rígidas, especialmente en lo que respecta a una categoría ignorada en el constitucionalismo actual: los bienes comunes. Es necesario un constitucionalismo que proteja los bienes naturales como el agua potable, el aire, los grandes bosques y los glaciares, pues en ellos está el futuro de la humanidad. Para ello, debemos establecer un “dominio planetario” a nivel constitucional, impidiendo la mercantilización y la privatización de estos bienes esenciales.

En Italia, por ejemplo, aunque el Código Civil establece un dominio público sobre ciertos bienes, este ha sido sistemáticamente privatizado. Solo una previsión constitucional rígida puede evitar que los bienes comunes de la naturaleza sean explotados y destruidos en nombre del mercado, lo que ha llevado al calentamiento global y a desastres naturales, especialmente en las regiones más pobres del mundo.

Existe una equivocación fundamental en el pensamiento liberal, originada en John Locke, que equipara la propiedad con la libertad. Esta equivalencia ha sido repetida en muchas constituciones, pero es incorrecta. La propiedad privada es un derecho singular y excluyente, mientras que la libertad tiene una dimensión colectiva y universal.

Incluso en la tradición marxista, la identificación de la propiedad privada con la opresión ha generado una visión limitada de la libertad. Es necesario reconocer que la globalización ha dado lugar a nuevos poderes salvajes que deben ser regulados constitucionalmente. La deslocalización de la producción y la competencia laboral a la baja han desmantelado las garantías laborales en muchos países.

Por ello, se necesita un constitucionalismo del Derecho Privado que reconozca que el mercado y la autonomía contractual no son espacios de libertad absoluta, sino poderes que influyen directamente en la vida de las personas y, por lo tanto, deben estar sometidos a límites democráticos.

La verdadera libertad, según Kant, es la que permite la convivencia sin interferencias. La libertad de opinión, de religión y de conciencia no afectan la libertad de los demás. Pero la libertad económica sí lo hace: la autonomía empresarial puede generar contaminación, desigualdad y precariedad laboral. Por ello, es necesario domesticar estos poderes y establecer límites claros.

El primer problema para lograrlo es que el constitucionalismo dominante sigue atado a la idea de que la Constitución solo tiene sentido dentro del Estado nacional. Pero en un mundo globalizado, esta visión es insuficiente. La soberanía ya no puede ser solo nacional; necesitamos una nueva arquitectura constitucional a nivel global que garantice la justicia social, la protección del medio ambiente y los derechos fundamentales.

Cuatro siglos y, sin embargo, sigue siendo la institución política por excelencia. Esto no significa que exista una conexión conceptual con la Constitución. Como teorizó un jurista y filósofo, pero, sobre todo, activista nazi, Carl Schmitt, quien instituyó este concepto, la Constitución es la expresión de la voluntad del pueblo alemán. Con ello, reconoció que esa misma voluntad podría, potencialmente, convertirse en su enemigo.

Este punto de vista es contradicho por la misma Constitución. En términos más simples, la Constitución no solo existe en Alemania, sino también en México, Italia y España, entre otras muchas cartas internacionales. Existen diferencias de sexo, de etnia, de política, de cultura, de ideología y de religión. Cada persona es un individuo distinto, no hay dos individuos iguales. Sin embargo, la igualdad de valor reside precisamente en esa diferencia: cada persona es un individuo único.

Desde este punto de vista, una Constitución es tan legítima en Europa como a nivel estatal, supranacional o global. La reducción de desigualdades a través de derechos sociales es una tarea fundamental de la Constitución, tanto más necesaria y legítima, cuanto mayores sean las diferencias que debe proteger. Porque todos tienen derecho a la tutela y afirmación de sus diferencias: la libertad de pensamiento, la libertad religiosa, la libertad personal. Cuanto mayor es la desigualdad, más legítima y necesaria se vuelve la Constitución.

Es crucial construir una Constitución de la Tierra, un constitucionalismo global. A nivel planetario, las diferencias son aún más grandes. Ahora bien, creo que debemos invertir la tesis de Schmitt: no es el pueblo quien crea la Constitución, sino la Constitución la que crea al pueblo. Como decía Cicerón, un pueblo se define por los mismos derechos de todos. En este sentido, existe un pueblo de la humanidad, un pueblo mestizo caracterizado por la diferencia y el respeto mutuo, lo que implica la eliminación de la idea de enemigo. No existe un enemigo, y el Estado constitucional tampoco puede basarse en la generación de enemigos.

Es posible redefinir los elementos constitutivos de la soberanía —pueblo, territorio, instituciones políticas— y hablar de un pueblo de la Tierra. Si hay una unidad territorial, se llama Tierra. Si hay soberanía, esta soberanía pertenece al pueblo y debe ser una garantía negativa, lo que significa que no debe pertenecer a una asamblea representativa. La soberanía consiste en la suma de fragmentos de soberanía que residen en cada individuo. Esto significa que el constitucionalismo debe ser universal o no es constitucionalismo en absoluto.

No debe ser un constitucionalismo nacionalista e identitario, como el que promovía Carl Schmitt, sino un constitucionalismo universalista, anti-identitario e internacionalista. Desde 1948, esto se conoce como Constitucionalismo Universal. La Constitución es su garantía. Kant ya lo preveía: la paz debe ser instituida y la democracia debe construirse a través de sus garantías. La paz es artificial, la guerra es natural. La democracia es artificial, la autocracia es la ley del más fuerte. El constitucionalismo, especialmente en tiempos de crisis y conflictos internacionales, debe ser universal.

Construir una Constitución de la Tierra significa introducir garantías tanto a nivel estatal como en el mercado global, en garantía del orden humano y de los bienes vitales de todos. Es una protección para los bienes naturales, para la biodiversidad, para la inmunidad de todos frente a la guerra y la criminalidad.

Todo esto puede parecer utópico. Sin embargo, debemos distinguir entre lo improbable y lo imposible. Hay un tipo de realismo vulgar, aquel que naturaliza la política y la economía, haciéndolas parecer inmutables. Pero esto es una mistificación ideológica que legitima el statu quo y exime de responsabilidad a los actores políticos. Este realismo solo conduce a la catástrofe.

Existe otro tipo de realismo: el realismo racional de Hobbes y Kant. Este es el realismo del constitucionalismo, de la Carta de la ONU, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Frente a la ley del más fuerte, el constitucionalismo establece límites y garantías para la convivencia y la supervivencia. En la era de crisis de la democracia, de guerras, de un resurgimiento belicista que impulsa la carrera armamentista, lo que parece utopía es, en realidad, la única salida realista.

La verdadera utopía es creer que podemos seguir viviendo con los mismos niveles de consumo, con el apartheid mundial que margina a la mayor parte de la población y con la fuerza de las armas como garantía de estabilidad. Esto es lo realmente imposible.

El verdadero realismo consiste en reconocer que hoy existe un interés compartido en la supervivencia. Los verdaderos enemigos son los pequeños poderes que se aferran a su dominio. Una Constitución de la Tierra no niega la existencia de instituciones políticas, pero requiere democratizarlas. Es necesario abolir el derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU y hacer que la Asamblea General sea verdaderamente representativa. Es imprescindible introducir instituciones que garanticen la salud, la educación y el medioambiente a nivel planetario.

La abolición de las armas nucleares no es una utopía, es un imperativo realista. En un mundo donde la desigualdad es creciente y las amenazas globales son cada vez más evidentes, el constitucionalismo debe ser universal.

Esto no es solo una propuesta teórica. La política ha sido tradicionalmente un espacio de conservación, pero hoy puede convertirse en un motor de progreso. En una era en la que la política parece subordinada a una economía globalizada, replantear su papel. La política debe recuperar su función de guardiana de la economía y de los intereses vitales de las personas.

El verdadero problema es que tenemos poco tiempo: 20, 30, quizá 40 años. La humanidad es solo una presencia efímera en la historia del planeta. La naturaleza seguirá existiendo, con o sin nosotros. No podemos evitar la destrucción del medioambiente sin una respuesta política e institucional adecuada.

En este sentido, la teoría constitucional y la teoría de la democracia pueden desempeñar un papel profético. Tradicionalmente, el Derecho ha sido visto como un instrumento de conservación, pero en este contexto puede ser una herramienta de cambio. La política no debe rendirse al pesimismo, a la resignación, al abstencionismo y a la desconfianza.

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