Introducción
La crisis global del medio ambiente nos orilla a repensar la forma en que el ius commune interactúa con los problemas regionales y ambientales. Es por ello que, el pasado 10 de marzo, el Instituto Mexicano para la Justicia (IMJUS) creó el conversatorio “El Ius commune del derecho al medio ambiente sano y la justicia climática”, llevado a cabo en la Facultad de Derecho de la UNAM. La creación de estas mesas redondas surgió a partir de la convicción de que la resiliencia ecológica y la conciencia global son elementos clave para generar canales idóneos de diálogo crítico y prospectivo.
En este espacio se llevaron a cabo dos paneles y una ponencia inaugural, en donde participaron ministros internacionales como Daniela Marzi, presidenta del Tribunal Constitucional de Chile; Fernando Castillo, presidente de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica; Juan Luis González Alcántara Carrancá, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de México; Patricia Perrone, secretaria de Altos Estudios del Supremo Tribunal Federal de Brasil; Pablo Saavedra, secretario de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; Mariela Morales Antoniazzi, coordinadora académica del Ius Constitutionale Commune en América Latina (ICCAL), MPIL; Marisol Anglés, coordinadora del Programa de Posgrado en Derecho de la UNAM; y Felice Casson, ex magistrado y senador de la República Italiana; así como Mónica González Contró, directora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM; Sonia Venegas, directora de la Facultad de Derecho de la misma institución; y Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot, ex presidente y ex juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El análisis se estructuró en tres ejes: la relación entre el derecho a un medio ambiente sano y los DESCA; los estándares jurídicos nacionales e interamericanos en torno al Ius commune ambiental y la justicia climática; y la necesidad de una salvaguarda reforzada para grupos en situación de vulnerabilidad, con énfasis en la diligencia estatal y empresarial, y la equidad intergeneracional.
Entrevista al Ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá
Con la mirada puesta en nuevos umbrales, y convencidos de que el diálogo informado es clave para las decisiones ambientales que nos afectan a todos, decretamos que la conversación debía continuar. Fue dentro de este contexto que se llevó a cabo la entrevista al ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Juan Luis González Alcántara Carrancá, quien profundizó en su análisis sobre el derecho al medio ambiente sano en México. A continuación, algunas de sus reflexiones.

Alcántara no se anda con rodeos cuando habla del papel que juega la ecología en nuestras vidas. “La gente no tiene idea de la importancia que tiene el tema ecológico”, señala con preocupación. Y no lo dice como una consigna ambientalista más: lo dice desde una comprensión profunda de cómo nuestra salud mental, física y económica está íntimamente ligada al estado del entorno. A diferencia de tantas instituciones obsesionadas con la producción y el capital, el IMJUS —dice— ha volteado a ver lo que realmente importa: “la buena vida”. Y lo dice sin matices: “sin un medio ambiente sano, estamos perdidos”. No se refiere a un ideal poético, sino a una verdad incómoda pero concreta: sin aire limpio, sin agua, sin suelos fértiles, no hay derechos ni futuro que sostener.
Un ejemplo que pone los pelos de punta: niños y niñas en escuelas primarias y jardines de niños que ya no pintan el cielo de azul, sino de gris. Una imagen devastadora. “Una muestra de la realidad social”, dice. Y es que los pulmones verdes de este país —los parques nacionales— ya no dan el oxígeno necesario. “No nos llega el suficiente oxígeno a la cabeza y nuestra capacidad para razonar va disminuyendo”, advierte. A eso se suma el olvido de los ríos, los lagos, los océanos. Todo un sistema vital que se contamina sin tregua. El daño es inmenso, pero también silencioso, muchas veces invisible hasta que ya es demasiado tarde.
Carrancá nos recuerda que si heredamos un mundo herido, no tenemos derecho a entregarlo aún más degradado. Y es aquí donde entra su crítica a lo que llama una “sociedad del desperdicio”. ¿Sirve de algo eliminar las bolsas de plástico si se siguen tirando toneladas de empaques inútiles cada día? Señala que nuestro sistema de recolección de residuos es un desorden, especialmente si se compara con países como Noruega, donde el reciclaje se hace con criterios de calidad. A eso se suman los productos que usan cantidades desorbitadas de agua —como los jeans— y el “modelo desechable” que nos seduce con objetos que duran poco por diseño. La obsolescencia programada de los celulares le parece “tan ofensiva” como cualquier otra forma de contaminación.
Todo esto, sumado a los ciclones e inundaciones como el de Acapulco, deberían servirnos de espejo. Pero seguimos sin prepararnos, sin asumir que hay una relación directa entre el desastre y el desprecio a la naturaleza.
Aunque México tiene leyes, tratados y marcos jurídicos de referencia, el problema —dice Carrancá— no está en lo escrito, sino en lo que no se cumple. “Podemos tener la mejor ley del mundo… El problema es que no tenemos la voluntad para cumplirlas ni para hacerlas cumplir”. Menciona instituciones como la Secretaría de Energía, Pemex y la CFE, que parecen no enterarse —o desentenderse— de su obligación legal en materia ambiental. Esa omisión tiene consecuencias: impide la transición hacia fuentes limpias de energía y paraliza cualquier política pública realmente transformadora.
Mientras tanto, el país sigue dependiendo de “energías sucias” como hace 50 años. Carrancá lo lamenta: tenemos sol, tenemos viento, pero no tenemos políticas. Ni siquiera las prácticas de construcción han cambiado. “Construimos como hace 50 o 100 años”, dice, como si nada hubiera pasado desde entonces. El asbesto sigue presente en escuelas y casas, a pesar de estar ligado al cáncer. El transporte se mueve, en su mayoría, con gasolina. Mientras otros países apuestan por los autos eléctricos, aquí seguimos quemando combustibles fósiles.
Ahí es donde entra un concepto clave: justicia socioambiental. ¿Qué significa? Que los que menos tienen son quienes viven en los lugares más contaminados, con peor agua, peores servicios. Es una injusticia brutal. Para Carrancá, esa justicia debería traducirse en una redistribución de beneficios. Y pone como ejemplo el drama del agua en la Ciudad de México: las zonas más pobres son las que más sufren. También habla de justicia climática.
Aquí el argumento es igual de claro: los países ricos son los que más contaminan, pero quienes cargan con las consecuencias son los más pobres, como México.
Y si esto ya es grave, lo que viene puede ser peor. Carrancá lanza una advertencia contundente: “Les estamos negando a las futuras generaciones la posibilidad de vivir”. Literal. De vivir. El daño actual no solo amenaza con nuevas enfermedades; también pone en riesgo el acceso al agua, la existencia de los bosques, y la posibilidad de que nuestros hijos e hijas vean un animal fuera de la televisión. Y ante la contaminación visual, sonora, atmosférica… Carrancá se pregunta: ¿Qué derecho tenemos a privarles de lo que nosotros sí tuvimos?
Reconoce el papel de la Suprema Corte, que ha comenzado a aplicar lo que llama una “interpretación pro natura” de los derechos. Menciona casos como el de las granjas porcinas, la expansión de puertos en zonas arrecifales, y conflictos por el uso del agua. La Corte, dice, podría intervenir incluso en concesiones mineras a cielo abierto, muchas de las cuales contaminan a un nivel que en sus países de origen no se toleraría. “Aquí hacen lo que allá no se atreven”, acusa.
En ese mismo tono, defiende sin ambigüedades la idea de tipificar el ecocidio como delito. Ejemplos sobran: arrasar un bosque para construir un campo de golf, verter arsénico en mantos acuíferos, contaminar ríos con ácidos industriales. Todo eso —dice— debe entenderse como crímenes contra el planeta.
También le preocupa que los recientes cambios al amparo limiten su efecto colectivo. “Va a haber un beneficiado en lugar de una colectividad”, advierte. Eso puede debilitar la posibilidad de proteger el medio ambiente con resoluciones judiciales que beneficien a la sociedad entera.
En el plano internacional, rescata una propuesta que vale la pena poner sobre la mesa: la Constitución de la Tierra, del jurista Luigi Ferrajoli. Esta idea plantea que la Tierra tiene derechos, y que nosotros, como especie, llevamos demasiado tiempo ignorándolos. “La estamos contaminando, destruyendo, sacando todo el beneficio sin devolver nada”. El planteamiento de Ferrajoli es claro: la Tierra no nos pertenece; la compartimos, y eso implica responsabilidad.
Para cerrar, Carrancá lanza un llamado que no es solo jurídico, sino ético. Dice que iniciativas como las del IMJUS deben difundirse, y que el deber recae en todas y todos: juristas, docentes, economistas, políticos. Porque, como bien resume: “La Tierra es una, y no podemos irnos de aquí”. Tratar mejor a la naturaleza mejora nuestra vida hoy, pero sobre todo, permite heredar un planeta menos tóxico para quienes vienen detrás.
Y no es una exageración. En un país donde los árboles enfermos se talan sin pensarlo —en lugar de cuidarlos—, donde los animales no pueden quejarse ni defender su hogar, la omisión también es violencia. Carrancá lo dice sin adornos: tenemos leyes, pero nos falta voluntad. Y eso es lo que realmente está poniendo en riesgo nuestro futuro.